Arrastrando su oscura capa, en silencio, y proyectando una fantasmagórica sombra que se dibujaba sobre las paredes del castillo de Transilvania, en la soledad más absoluta, Ludvig el vampiro atravesaba uno a uno los muchos corredores en busca de algún lugar en el cuál dejar en reposo su sucia, vacía e inmortal alma.
Las aves coreaban puntuales el fin del ocaso, cumpliendo así su eterno compromiso con el astro rey, mientras tanto, las criaturas de la noche arrastraban sus mortales carcasas en busca de una guarida en la que poder mantenerse alejados de toda aquella algarabía matinal y sobretodo de la inmisericorde mano ardiente del dios sol.
Nadie oía, sin embargo, el lamento del vampiro.
(y sigue con un trozo original de panero)
Vosotros, todos vosotros, toda
esa carne que en la calle
se apila, sois
para mí alimento,
todos esos ojos
cubiertos de legañas, como de quien no acaba
jamás de despertar, como
mirando sin ver o bien sólo por sed
de la absurda sanción de otra mirada,
todos vosotros
sois para mí alimento, y el espanto
profundo de tener como espejo
único esos ojos de vidrio, esa niebla
en que se cruzan los muertos, ese
es el precio que pago por mis alimentos.
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